10.12.25

Dedo mágico


A ver esta no es una historia fácil, el asunto es delicado. Voy a tratar de no caer en la grosería ni ser escatológico. Y resumir claro, porque ahora nadie tiene tiempo ni para leer ni para entender nada. Ahora todo el mundo está muy ocupado aunque cuando rascás un poco apenas nomás te das cuenta que nadie está haciendo absolutamente nada. Pero están a mil, eso sí.
Te resumo y me adelanto. Te tenés que meter un dedo en el culo. Pará, no es tan así, tampoco tanto. Te tenés que meter, apenas, la primer falange de un índice, en el culo claro, y ni siquiera eso. Tenés que pasar un poco la yema de un índice, por el agujero del culo, el propio en este caso. Pero sin exagerar ni encariñarse demasiado, como si te picara el culo y te lo rascaras un poco y con cuidado.
Empecé por el final o no por el final, por la clave del procedimiento. Faltó explicar el para qué, para qué el procedimiento. Ahí vamos.
Yo estaba medio triste la verdad, me habían echado del trabajo y tenía que ver qué corneta hacer con mi vida y no se me ocurría nada. Bajaba a la mañana a dar una vuelta, caminaba cinco o diez cuadras y me sentaba a tomar un café esperando que alguien me llamara. Un amigo, un contacto, alguien que me dijera ‘juan, vos sabés que justo están necesitando…’, o ‘te quiere ver…’. Pero la verdad es que no me llamaba absolutamente nadie, la gente está lo suficientemente arrasada por sus propias vidas como para tener tiempo de tirarte una soga. Si te caés te caés y vas para abajo y se pone todo medio chivo. En fin, te tapa la ola.
Y me sentaba yo a tomar un café, por lo general en heladerías tipo Freddo o en algún Havanna o cualquier cadena de cafeterías que tuviera un par de sillas en la calle. Porque lo que necesitaba era ventilarme, ver pasar los autos. Hay gente que dice que hace bien mirar el mar pero yo vivo en la ciudad pelotudo, así que me invento un mar lo mejor que puedo.
Y me empecé a sentar cada dos o tres días en una heladería que tenía sillas en la calle, me pedía un café horrendo en un vaso descartable y me quedaba ahí sentado, cuarenta minutos o algo así, no más de una hora, tratando de acordarme en qué momento se había puesto todo cuesta abajo y cómo podía ser que no le pudiera dar una vuelta a la cosa. El fracaso es un sarro que se te va pegando en todo el cuerpo y te deja aturdido y enchastrado.
En esa esquina, en otras en general pero en esa también, una especie de plazoleta de cemento, pasa gente. Y la gente que pasa del barrio o lo que fuera suele ser gente que saca a pasear a su perro.
Había una chica que se notaba que debía vivir por ahí porque bajaba en jogging y ojotas, o en shorts y un buzo con capucha, algo dormida, desarreglada. Y bajaba con su perro, un perro pequeño pero no de una raza específica. A que el perro pishara o cagara o ambas cosas.
La chica estaba buenísima y yo tenía ganas de hablarle porque pensaba que si lograba charlar con ella, invitarla a salir, bueno. Sería una indubitable señal que mi suerte empezaba a cambiar. Pero no se me ocurría nada para decirle y sabía que me iba a resultar difícil animarme y eso me ponía más triste.
La chica jamás me había mirado, se sentaba en un banco de cemento y fumaba un cigarrillo mientras su perro hacía lo que tenía que hacer, consultaba su teléfono celular (ella, no el perro), y no mucho más que eso. Terminaba el cigarrillo, le decía al perro ‘vamos’, y el pequeño perro color blanco con una gran mancha color café con leche sobre el lomo la seguía. Eso era todo.
Entonces tuve una idea, una idea genial. No podía intentar hablar con la chica así nomás de la nada. Tenía que atraer al perro, esa era mi jugada.
Y ya te conté todo, esa mañana antes de bajar a la calle me metí un poco un dedo en el culo pero no demasiado. La primer falange del dedo índice de mi mano derecha, soy zurdo. Jugás apenas con el contorno, con el agujero del culo propiamente dicho y listo. Bajé a la calle con el índice cargado.
Caminé, llegué a la heladería, pedí un café en descartable y me senté en la silla de siempre de la pequeña plazoleta de cemento, en la calle. Y esperé.
Apareció la chica, soltó al pequeño perro, el perro se puso a dar vueltas un poco, siempre se me acercaba. La chica tomó su prudencial distancia, se sentó sobre su banco de cemento y prendió un cigarrillo. La mañana era el caos de siempre, pasaban los autos por la avenida.
Hice mi truco. Cuando el perro se me había acercado un poco sin llevarme demasiado el apunte, le dije ‘ey’, y lo señalé. Con el dedo. Con el dedo que me había metido un poco en el culo.
El perro se acercó de inmediato. Se sentó y se quedó mirándome fijo, no a mí, al dedo. Fascinado.
Yo seguí con mi café en la otra mano mirando el horizonte como si estuviera pensando en algo, en el destino de la humanidad, como si fuera un tipo profundo al que le pasaban cosas interesantes y no un salame que no sabía qué carajo hacer con su vida.
–Es increíble.
–¿Eh? –levanté la vista, la miré. Ella me estaba hablando, de pie frente a mí, con una mano en la cintura. Tetas pequeñas, flaca natural, cualidades perdurables.
–Que es increíble –se rió, pitó su cigarrillo, apuntó hacia abajo–. La tenés hipnotizada.
–Ah –miré al perro y lo volví a señalar con mi dedo mágico–. Parece un perro recontrapiola. ¿Cómo se llama?
–Tina –me dijo la chica.
–Hola Tina –dije yo, acercando más el dedo. La perra sólo tenía ojos para mi dedo índice, fascinada–. Sos muy linda, vos y tu dueña también.
–Esto no me había pasado nunca, te juro –Dijo ella y se rió con ganas.
Ya termino. Le pregunté cómo se llamaba y le ofrecí un café, al toque le dije que me gustaría conocerla, invitarla a salir una noche. Me dijo que no me ofendiera pero no, ella estaba estudiando arquitectura y jugaba al vóley para gimnasia y esgrima. Tenía un novio que era programador y hacia taekwondo y era celoso además. Me dijo que se notaba que yo estaba muy hecho mierda y que además debía llevarle como veinte años. Eso sí, cuando se levantó para irse empezó a caminar y tuvo que llamar a la perra tres veces. Tina no se movía un centímetro de mi lado, ni pestañaba.

30.11.25

Va a salir todo bien


Han ido a ver a los mejores médicos. Porque pasó lo que tantas veces pasa en las películas. Un chequeo de rutina, un bulto, una mancha. Y entonces todo cambia, se descubre la fragilidad de los piolines que sostienen una vida. Y ya no importa si no es posible alquilar para la quincena de vacaciones en Buzios el mismo departamento que el verano pasado. Y ya no importa si él encontró roto el farolito del Chevrolet la semana pasada, pero si lo estacionó en la vereda de siempre y hay una farmacia que trabaja toda la noche cómo puede ser, qué macana.
Consultaron a los mejores médicos, a los especialistas porque vamos a pagar lo que sea, porque tenemos dos hijos preciosos y sos joven y hay gente que la operan y después le hacen rayos y es cruel pero al principio nada más, después se sigue. Vuelve a crecer el pelo, de a poco se vuelve a sonreír, uno consigue sostener el jarrón antes que se haga añicos contra el piso y son cosas que como dijo Nietzche no te matan y te hacen más fuerte, te mejoran incluso, por qué no, son tus marcas, tus raspones en el complicado y sinuoso circuito de la vida.
Es el día de la operación, la mañana tantas veces repasada por el infatigable verdugo de la mente. Se baja del taxi para ingresar al hospital. Está ella, su madre que ha dicho que tiene que estar presente, que es preciso, y su marido que la abraza como si en cualquier momento a ella se le fueran a doblar las rodillas.
Están por ingresar al hospital a tener un par de rounds con la medicina que es un boxeador más empedernido que técnico pero que no se cansa nunca y generalmente gana (te gana). Han repasado cada detalle de la operación, ella es relativamente joven, el caso no es tan grave, el médico es el mejor.
Están por ingresar al hospital, yo paso justo por delante porque el hospital está en un parque y yo a la mañana suelo dar un par de vueltas por ese parque para mover las piernas, para pensar, para ordenarme.
Están por ingresar al hospital y yo justo paso por delante.
–Entrá con el pie derecho –le susurra sin pensar su marido. Es raro, es ridículo, pero ni ella ni su madre ni yo, nadie se sorprende. Cuando llegan los temas importantes no queda más remedio que recostarse en la suerte.

20.11.25

Uno descubre que la felicidad es posible


Entro a un bar de mi barrio, debo ver a una persona pero es temprano así que pienso dejar transcurrir el tiempo de indolente manera, mirar por la ventana sin pensar demasiado en lo que falló, en lo que no salió, en lo que salió mal. Es martes.
Pasan tres minutos, cinco tal vez, y no soy atendido. Tampoco hay demasiada gente, dos o tres mesas ocupadas, alguien fuma, alguien lee un diario intentando averiguar lo que sucedió hace dos semanas.
Entonces viene una chica muy jovencita, con el cabello recogido y cara de dormida. Trae en la bandeja un café chico, una medialuna de grasa, un vaso con agua. Me mira, deja el pedido sobre la mesa y sonríe. Su sonrisa es como un atardecer en la playa.
–Es genial –le digo–, sabías exactamente lo que necesitaba sin preguntarme. Esto viene a demostrar que existe no sé, llamémoslo sincronía, comunión de almas. Esto significa que el amor existe, que hay alguien sobre la faz de la tierra que es ideal para uno, que casi nunca pasa porque vivimos a oscuras nuestras miserables vidas navegando un eterno desencuentro pero cuando pasa, cuando pasa uno descubre que la felicidad es posible. Sos como si te hubiera soñado, venite a vivir conmigo hoy, dejá este trabajo de mierda. Andá a la caja y renunciá. Debés estar estudiando algo, filosofía, psicología, no sé. Yo te voy a cuidar y vamos a ser felices, va a estar bueno, justo cuando pensaba que ya nada bueno podía sucederme. Andá a buscar tus cosas, avisá que renunciás, yo te espero acá.
–No, mirá –la chica sostiene la bandeja abrazada contra su pecho como una coraza, un escudo para protegerse de un absurdo animal–. Yo trabajaba en un bar del centro, me acordé que siempre pedías lo mismo, dejabas propina.

10.11.25

Veintisiete pastillas de rivotril y un sexto piso


Me llama mi amigo, mi amigo M. Me llama para avisarme que otro amigo nuestro, nuestro amigo S., ha hecho algo poco tradicional por decirlo de algún modo. Nuestro amigo S., me dice mi amigo M., el domingo pasado para ser más exacto, se tomó veintisiete pastillas de rivotril de 1 miligramo y saltó de un sexto piso.
Era domingo entonces, y llovía apenas. Su mujer, la mujer de S. y sus dos hijos estaban todavía en el country, y nuestro amigo S. se había vuelto antes, después del asado, porque tenía trabajo atrasado. Nuestro amigo S. es un abogado, un abogado importante. Vive en un regio piso sobre la Avenida del Libertador, tiene mucho dinero, su señora está bárbara, sus hijos van al mejor colegio, S. maneja un auto alemán que es algo digno de ver. Nuestro amigo S. tiene cuarenta y tres años.
Nuestro amigo S. se salvó del impacto de su caída de un sexto piso no se sabe cómo. Está internado en una clínica. La mujer nos avisa diez días después que su marido, que es precisamente nuestro amigo S., se está mejorando de las lesiones. Que podemos finalmente ir a visitarlo.
Arreglo con M. Es domingo, otra vez. Vamos a la clínica. La clínica queda en Hurlingham, tiene un gigantesco parque, frondosos árboles, pocos pacientes, mucho silencio.
Un enfermero trae a nuestro amigo S. en silla de ruedas. Nos informa que se ha roto una pierna en treinta y tres pedazos, la cadera también, una costilla le perforó un pulmón, tuvo traumatismo severo de cráneo. Pero se salvó, está mejorando.
–Tuvo suerte –dice el enfermero y suelta la silla frente a nosotros–. Rebotó contra un árbol, si no se mataba.
Nos quedamos sentados en silencio, observando a S. de reojo. Tiene un vendaje en la cabeza y lleva puesto un pijamas azul oscuro con pequeños dibujos, me acerco un poco, los dibujos son simpáticos elefantitos blancos enlazados de las trompas. S. está ojeroso, está pálido, está muy delgado. La mirada fija en un punto por encima de nuestras cabezas.
–¿Cómo estás? –balbucea M. Lo conozco y sé que está más nervioso que yo, le tiemblan las manos– ¿Qué hiciste, loco? ¡Si tenés todo, si estás bien! ¿Qué te pasó? No entiendo.
Se hace un silencio. Un niño llora en algún rincón del jardín, probablemente al ver el estado del familiar que vino a visitar. Se escucha cantar a los pájaros y el chirrido de las ruedas de un carrito con bebidas que una prolija enfermera empuja a través del sendero. Hay muchos pájaros, yo nunca había visto tantos pájaros juntos.
–¿Por qué te quisiste matar? –insiste M. – ¿Me podés decir por qué?
–No daba más –dice S. muy despacio y sonríe. Es un sonrisa desde un lugar muy lejano, un lugar del que no se vuelve, yo he ido bastante al cine. Vi muchas películas, cualquiera lo sabe.

30.10.25

Cualidades perdurables


Estoy en un restaurante, tengo una reunión, no conozco a la persona que tengo sentada enfrente ni a su acompañante, ignoro el tema de la conversación. Al parecer yo tengo algo para decirles, algo sobre un tema que a ellos les interesa. No sé tocar la guitarra, así que no estoy firmando un contrato con una discográfica, y no soy neurocirujano, así que no estamos fijando honorarios de una operación. En una oportunidad, hablando con unos tipos en el trabajo, cuando se le preguntó a uno de qué trabajaba respondió: me reúno con personas a hablar de cosas. Y a mí me pareció que era una respuesta inapropiada y absurda, que no se podía responder de esa forma porque era una más que tonta manera de no decir nada, pero después las cosas fueron cambiando. Es extraño, aquella respuesta se me fue antojando más y más apropiada, así es mi vida.
Ingresa una persona al restaurante. Es un hombre que al parecer me conoce y sonríe. Así que me pongo de pie, el hombre avanza hacia mí, doy dos o tres pasos yo también. Nos saludamos algo efusivamente.
–¡Qué hacés, loco! –su entusiasmo es genuino y eso está bien, el afecto en cualquiera de sus manifestaciones está bien.
–Animal –digo, porque algo hay que decir. Podría haber dicho ‘master’ o ‘qué hacés, ninja blanco’, pero no. Dije lo que dije.
–Estás más gordo –me mira el ombligo, a la altura del ombligo–. Y más pelado. Y ojeroso, y con arrugas, y bastante mal vestido también, estás muy cambiado –no deja de sonreír, mientras ha ubicado por encima de mi hombro la mesa con la gente que lo está esperando. El también tiene una reunión, un almuerzo, un negocio que atender.
–Vos no che, vos tenés la misma cara de boludo de siempre –le palmeo cariñosamente una mejilla–. Te reconocí de inmediato.

20.10.25

No creo que sea para aplaudir


Cuando el avión aterrizó después de doce horas de vuelo, cuando finalmente la bestia metálica y narigona logró apoyar las patitas sobre el asfalto y todos tuvimos la no menos curiosa sensación de estar sobre la tierra otra vez, cuando la máquina pasó ese breve pasaje durante el cual uno siente la fragilidad del cuerpo humano ya que parece que se te van a volar los huevos junto con parte del fuselaje. Pasado todo eso decía y justo entonces, la gente aplaudió. Un aplauso que se extendió a través de las filas, enérgicas palmas después de tantas horas de no haber tenido gran cosa para hacer más que saber que se está en el aire.
–Usted no aplaude –me dijo una señora sentada a mi derecha, muy receptiva por cierto, que se había pasado la totalidad del vuelo aceptando lo que le dieran. Una señora que sí quería una copita de champán y sí quería otra porción de ensalada rusa de un peligroso y amarronado amarillo y sí quería café y sí quería la toallita para la cara y sí quería la tarta de arándanos y una cucharada de pija de ornitorrinco bebé. Una señora algo mayor con expresión de saber que lo mejor en cada momento de la vida y por decirlo entonces de alguna forma entonces todo el tiempo, era aceptar y aceptar y aceptar la situación cualquiera sea porque para eso fuimos puestos sobre la faz de la tierra y no mucho más que eso.
–No, señora, no creo que sea para aplaudir –carraspeé un poco, tenía la garganta hecha mierda y unas ganas de escupir importantes–. Se aplaude en mi opinión un acto, una maniobra, una performance meritoria. Se aplaude a quien ha hecho algo muy por encima de lo estrictamente necesario. Usted parece sugerir a pesar de sus profundas limitaciones expresivas, que debo aplaudir al piloto por haber llegado a destino y por haber aterrizado la nave. Lo que quisiera saber entonces es cómo debería toda esta maravillosa muchedumbre manifestar su desagrado, quizás su descontento, en caso de haberse dado la contraria.

10.10.25

Algún nombre hay que ponerle


Llamémoslo ‘cambio de paradigma’, algún nombre hay que ponerle. Funciona más o menos de la siguiente manera. Lo vas a entender enseguida, es muy sencillo.
Cada cinco años más o menos, entre cuatro y seis si vos querés, pero es más de tres seguro y menos de siete, seguro también. Cada cinco años todo aquello en lo que creías, tus más íntimas convicciones en cualquiera de los rubros del horóscopo, se derrumban como un castillo de tergopol.
Nada, eso. Es sencillo como te dije. No vas a poder creer lo que te pasa. Con el amor, con el dinero, con la salud, con el trabajo. Tampoco desde ya, es su intrínseca condición, con las sorpresas.
Llamémoslo ‘cambio de paradigma’ si no te jode, algún nombre hay que ponerle. Te deja sentado, el piso puede ser el de la cocina de tu casa o en una vereda cualquiera, puede ser la mañana de un caluroso martes de diciembre o un domingo por la tarde después de haber comprado doscientos gramos de salchichón y doscientos de queso de máquina en el chino. La sensación es muy parecida a la de recibir una violenta patada en el pecho, no es divertido ni agradable.
Ah bueno, vos querés saber qué hay que hacer. Nada, te levantás y seguis con lo que sea que te parezca importante, tu estúpida vida.